¿Es posible aislarnos de nuestras impresiones, sentimientos, emociones y de nuestra interpretación para elaborar una opinión?
Creo que en ningún caso es posible:
Conocemos aquello que hemos interpretado.
Interpretamos para conocer.
Interpretamos a través de nuestras sensaciones.
Así visto, parece lógico pensar que nuestras opiniones tienen más de nosotros mismos que de lo observado.
Es difícil prescindir de las comparaciones, de contrastar aquello que deseamos con lo que obtenemos. Ahí radica en gran parte lo que nos provoca desprecio. Despreciamos lo que no satisface nuestras necesidades en la forma en la que lo habíamos idealizado. Idealizar más que idear, porque cuando hablamos de interacciones entre personas, nada es previsible; el elemento constante es lo imprevisible de las reacciones de los individuos. Es como entrar en la casa de los espejos, donde una imagen deformada se refleja en otro espejo que la deforma de nuevo. ¿Cómo imaginar la imagen inicial con objetividad?
Es una ardua tarea intentar empatizar con otra persona, un esfuerzo que conlleva un análisis personal continuo. No entendemos lo que desconocemos. No comprendemos las reacciones de otros si no las experimentamos nosotros mismos.
“Respeto” es una palabra bonita, aunque manida y, si no desvirtuada, sí simplificada.
Es sencillo respetar lo que ya se comparte, pero no lo es tanto cuando no coincide con los intereses, con las necesidades, con las expectativas propias. Y es entonces cuando nos encontramos en el punto de inflexión de la aceptación o de la descalificación; porque si algo caracteriza al ser humano es la tendencia a desechar aquello que le incomode, lo que le haga replantear sus ideas y principios, lo que pueda hacerle sentir culpable, lo que no encaje en su esquema de vida.
“Respeto tolerante”: respetar aquello que no se comparte, que no se desea, que no gusta. Ese es el verdadero respeto, el del ámbito propio del otro. Admitir que lo que otra persona comparte no siempre va a ser lo que se necesita, y no transformarlo en arma arrojadiza. No exigir. Si es importante tener la libertad de admitir, más lo es la de dar.